domingo, 2 de diciembre de 2012

Barkarole







Sola, estaba tan trémula y sola
en la ribera del Leteo olvidada,
mas el destino su agua ante mí helaba
como aquellos bóreas abrasaban mi corola.

Ah la savia ingrávida me consume e inmola.
Descienden, Perséfone, por tu vestido que argentaba,
tus manos, manos marmóreas y aterciopeladas.
Posándose melindrosas, sobre mis pétalos de Barkarola,

han de ser el cáliz que viene a endulzar mi fin,
y rociando esas lágrimas, lágrimas o nepentes,
me liberas,¡Oh, tú, prisionera!, del sempiterno Spleen.

Pozo de abismo donde se hallaba en hipnosis,
se ahogaba, sin embargo, despertó de repente
mi alma, abrazada, a su metempsicosis.



                                                                     Autor: Miguel Hernández Pindado

Martinets Coléreux






Van y vienen, vuelven y se van

desde hace algún tiempo

las aves en la ciudad.

Se marchan y regresan


en bulevares descritos por el viento.

Alrededor de las almenas

bailan valses estas parejas

con sus vestidos cenicientos.


Semejantes a las gotas,

unas detrás y otras delante

surcan el cristal de mi ventana.

Se desvanecen y renacen semejantes.


Van y vienen, vuelven y se van

las aves en la ciudad.

Carente de ruido mas no de furia,

sobrevuela la muralla este enjambre infernal.


Forman un caos hiriente

estos acróbatas en los cielos.

Trapecistas en un equilibrio

que permanece a menudo ausente.


En un equilibrio que quizás haya muerto

se tambalean, producen vértigo,

tropiezan y caen en el olvido

pero algún día a la cuerda habrán vuelto.


Unas están realmente tan cerca,

otras parecen estar tan lejos...

Unas pocas suben, la mayoría bajan

por las indefensas torres, estas furtivas armas.


Son cientas de miles

y de miles son cientas

las que ataco y no se inmutan.

A las que mis gritos no ahuyentan.


Blandiendo sus afiladas espadas

inician una guerra muy desigual.

Un soliloquio de estocadas

me atraviesan como sus alas el viento.


No hay lugar por el que camine

sin sentirme un extraño,

no hay ya en Ávila un arco

que al menos una no escudriñe.


Los vencejos de ayer

ahora son gárgolas de piedra

que petrifican tus adentros

que siempre vuelan por tu cabeza.


Sus sombras como cascadas

sobre las plazas y avenidas se verten.

Las inundan, trato de huir y huyo,

pero no ya no existe refugio.


Entre la vida y la muerte

colgado en ese punto de inflexión

que clava mis manos en una cruz vieja

a la luz oxidada de un farol,


oigo envejecer los segundos.

Poco a poco, muy despacio,

nacen con un tic

en un tac se deshacen.


Un aquelarre de buitres

enredan el cielo entre mis cabellos.

Coronan enzarzados en mi frente

ensangrentándola de sufrimiento.


Ensangretándola de ese sufrimiento

que mañana se habrá desangrado

y que coagulado envolverá mi cuerpo.

Entonces los carroñeros harán el resto...


Entre la vida y la muerte,

colgados en ese punto de inflexión

esperan también esos segundos conmigo

a que se pare el reloj.



                                                  Autor: Miguel Hernández Pindado

sábado, 1 de diciembre de 2012

La Fée Verte (El Hada Verde)








Dentro, acurrucado y envuelto en sudor,

escucho esos nudillos de ayer,

los golpes de hoy ya me golpean.

Imagino no imaginarlos mañana,


respiro entrecortadamente, mi corazón late quedo, y yo,

inmóvil, me hallo ajeno a cualquier movimiento.

Un delirio ebrio emborracha mi sobriedad

mientras el repicar que llama a mi puerta me conmueve.


Tengo aún esos pensamientos a flor de piel,

resiste su profundo y colorido olor que me lobotomiza, y

es que sobre mí los depositó para siempre la pálida

mano que toca, toca, toca, toca...


Entonces surgió un hada verde. En la noche nos besamos,

nos fundimos haciendo el amor, ¡tan ardientes!, como bajo el fuego

se funden en la madrugada el olvido y la locura, el azúcar y la absenta.


                                                                         
                                                            Autor: Miguel Hernández Pindado

El Secreto de Allan












Emprendió aquel viaje en esa estación

a mitad de camino entre la primavera y el otoño.

Cuando llegó a aquel nuevo país,

era un día lluvioso. Se apresuró

a refugiarse lejos del cielo encapotado


recorriendo las calles pobladas de paraguas.

Rebuscó en su bolsillo aquel papel

arrancado del periódico del sábado

en el que había anotado la dirección,

pero la lluvia borró cualquier rastro de tinta


del pedazo de hoja y discurrió

aquel cian por las líneas de su mano

leyendo un futuro que no esperaba él.

Perdido, se acercó a lo que a primera vista

parecía ser una casa del siglo diecinueve.


Llamó insistentemente con su puño,

y como era robusto y la madera vieja,

tras un fuerte chirrido cedieron las visagras.

Era una habitación pequeña, lóbrega y algo tétrica.

Repleta de manuscritos con ensayos y poemas


por el suelo y libros de todas las ciencias

en los estantes que rodeaban el cuarto.

Al fondo una ventana entreabierta,

un cuerpo yacido en un rincón de la estancia

y por única decoración, una figura de una diosa mitológica.


El hombre se acercó al hombre,

acercó su mano cálida a su frío pecho

y no sintió su pulso ya apenas.

A veces, tan cerca es tan lejos...

Cogió un poema y omitiendo del autor el nombre
(En voz alta leyó):


El día se quebraba, brumario moría

con sigilo y semejante al vaivén

de las hojas mecidas por el viento

que enivrées8 voltean en espiral

amontonándose sobre los cimientos


cual borrachos, en la plaza de Pigalle9.

Esos pensares, divagaciones mías

que habían aguardado en el andén

del olvido, regresaban al presente

y arrastraron su único bagaje, ¿A la muerte?.


Despierta, despierta, susurraban

y entonces abrí los ojos; mas

aturdido, no veía nada.

Me sentía raro, me extrañaba

¿Pero qué era aquello sino era nada?.


Se expandía y yo me plegaba,

se plegaba y yo me expandía.

Palpando a tientas la oscuridad,

oyendo al frío llegando con su flotar,

vi a la tristeza mirándome a los ojos.


Ellos se trataban de evadir

hacia cualquier sentido o dirección,

pero la tristeza es una mujer

superlativamente caprichosa

un niño de célebre crueldad impía,


quien saltando desde su columpio

aterrizaba en la arena, se zambullía.

Su pala cavaba aquel compás funerario,

grano a grano se desgranaba la fosa

probando yo la granada, su amargo caer.


Aquel sabor, su elixir, destilado en plutón10

gota a gota se evaporaba junto a mí

junto a él me evaporaba, gota a gota...

mil partes yo era y a la par ninguna,

que allí en el patíbulo morirían y nada más.


Mas de repente, alguien me ancló un punzón,

un punzón y otro, mis piernas ahora desgarraban

aquel abismo, aquel lugar, aquella atmósfera rota,

las tribus de blancas lanzas y negras plumas

iban por mi cuerpo proliferando y yo volaba. ¿Y nada más?


¿Eres tú dios? ¿Es una artimaña tuya, satanás?

¿Quién está de mí? ¿Quién se burla aquí?

¿Qué... Qué sig- significa esta sublimación inversa?

Entonces, el eco sordo de unos graznidos,

el eco sordo de unos graznidos. Silencio.


Aterrado ante un espectáculo semejante,

semejante pregunta a las anteriores proferí.

¡No! ¡No! ¡Despierta, despierta! pensé.

Y a continuación, abrí los ojos mas nada cambió.

El graznido era graznido, pero yo no era yo.


Obstinadamente, absorto en muchas cábalas,

forzaba las esposas que me hacían preso

sin más éxito que el frecuente fracaso.

Así que decidí atisbar este nuevo horizonte.

Cuervo en un mundo de buitres, cisnes y águilas,


tras horas y horas vagando por el vacío,

desesperado, hambriento, famélico,

cansado, fatigado y hasta exhausto,

llegué a un palacio de dimensiones inmensas

con bohémicas vidrieras, con marmóreas


bóvedas. Jambas de oro para las puertas

y en sus largos pasillos colgaban cuadros,

tapices españoles, Dalíes y Picassos.

Siete salones dispuestos cual laberinto,

siete tronos perfectos pero distintos.


El bullicio entonces se armó en el séptimo

salón, donde al entrar me recorrieron escalofríos,

donde entorno a un perro como el de Fausto 11

cientos de engendros infames y caídos

festejaban su venida, entonando alabanzas.


Al finalizar aquella extraña celebración,

el perro pequeño y menudo me acarició,

me ladró y no me importa que no me crean,

pero le entendí cada uno de sus ladridos

como si palabras o sílabas el animal dijese.


Me habló acerca del origen del universo,

de cómo lucharon él y su adversario en el ejercito,

me habló de cómo murieron sin haber existido,

de cómo en nosotros nacieron y cómo hemos nacido.

El mal no soy yo, no existo, el bien no es él, no es cierto.

(me dijo)


Vosotros lo engendrasteis, lo paristeis, es vuestro hijo.

Vosotros lo cuidasteis, lo amamantasteis, ha crecido.

Lo vestisteis, lo mimasteis y educasteis, y es perverso.

Está destruyendo el mundo con muerte y con odio,

y solo el bien y el amor pueden salvarlo.


Ay, mas ese amor mi amigo, ¿Dónde mana?.

Muchos son los predicadores del bien,

escasos los practicantes, pues estos primeros

practican el egoísmo, el poder y la avaricia.

El mundo es injusto no busques justicia, no es necesario.


El perro se marchó y medité cabizbajo

cual sería mi misión, el porqué ahora era un ave.

Sin embargo, por más que quise no pude meditar,

por más que medité no pude querer,

pues mi vida es un castigo, una condena.


Siembro por siempre y para toda la eternidad

a cada segundo, a cada momento

las flores que van brotando, las flores del mal.


Y a quién me oiga, y a quién me quiera escuchar,

le digo que sueño y no dejaré de soñar, con reposar mis alas

tenuemente y para siempre sobre el busto de Palas 12.


Y Nada más.

                                              
                                                          Autor: Miguel Hernández Pindado



    1. Enivrées – Adjetivo que en francés significa embriagadas.
    2. Pigalle – Plaza parisina en el barrio de Montmartre
    3. Plutón – Infierno según la mitología romana.